viernes, octubre 19

Hospital


Cuando llegamos a Barcelona, llegamos a un lugar detrás de la plaza, tocamos el timbre y
de pronto la puerta de la casa blanca se abrió y los marcos azules tenían distintos carteles pegados que decían: “Resonancia”, “Reposo”, “Salón”. Entonces noté que era un hospital, su dueña era la madre de todos los pacientes, estaba recostada en una cama con un sombrero de lana celeste en su cabeza, unos lentes y un manto blanco que le cubría las piernas y el torso:
- Aquí cuido a mis niños – nos dijo – viene una nana dos veces por semana y nos limpia el hospital, tengo que inyectarle suero a algunos de vez en cuando.
Pasamos un rato en silencio, estuvimos así hasta que un niño con atisbos autistas y una enorme herida en su mano derecha entró al cuarto, por su aspecto yo imaginé que tenía unos 14 o 15 años, pero para mi sorpresa Doña Inés nos contó que tenía 32 y que no sabía como pero aún parecía “un lolo”, la herida se la había hecho hace ya tres meses pero aún no podía cicatrizarla por que se golpeaba constantemente y sangraba mucho.
- Ahí es cuando tengo que hacerle curaciones, cuando no me queda algodón con confort no más, este es un hospital sin financiamiento gubernamental, así que nos mantenemos con lo poco que nos da la gente, las limosnas –
Horas más tarde pudimos ver como Federico, que así se llamaba, se intentaba quemar la mano en la cocina, abriendo la herida una vez más y aunque quedaba algodón el espectáculo fue bastante desagradable, sus gritos y lamentos eran indestructibles, incluso al taparme los oídos pude escuchar claramente todo lo que tenía que decir con respecto a su madre y los muchos hermanastros que había ganado por su loca juventud.
No soporté más y salí, nunca entendí por que llegué allá, salió mi madre persiguiéndome y yo, desesperado corrí y lloré.
No quise volver a esa  plaza y tampoco a Barcelona, así que desde ese día que estoy acá sentado, esperando que se me borre el eco de los gritos del salón.

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